Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque este mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta.
Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él haya aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que lo miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles.
Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman así como un ofensa y se apartan: " ¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o desaparezca".
Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde.
-Javier Marías.
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