Un día, Fabián, mi abuelo paterno, un hombre sencillo de campo, limpiaba su escopeta después de cazar en el monte. El seguro falló. Se voló la cabeza de un tiro.
Nicolás, el hermano mayor de mi mamá, trabajaba en un horno donde cocían ladrillos y alfarería. Un mal día, después de poner a cocer unas piezas, resbaló y cayó dentro del horno.
Juan, su hermano menor, recibió una descarga eléctrica letal mientras hacía una reparación doméstica.
Si quedaba alguna duda respecto a mis más profundos miedos, aquí está la respuesta. Cuando camino por la calle y veo un policía armado fuera de un banco, intento pasar lo más lejos de él.
En casa no hago ninguna reparación que tenga que ver con electricidad; si el cable está dañado, reparado con cinta aislante, enchufo el aparato a la corriente con todo el miedo del mundo. Ni hablar del tema del fuego. En casa de mis papás si el calentador se apagaba, jamás era yo el que lo encendía, preferí incluso bañarme con agua fría y no fue sino hasta que viví solo que tuve que hacerlo, y con todas las reservas posibles.
Hace unos días mi papá comenzó a perder la memoria. No tiene remedio, son cosas que pasan y lejos de mejorar, empeorará.
Ahora, ni la electricidad y el fuego y las armas juntas me producen tanto miedo como lo posibilidad latente de perder la memoria y olvidar.
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